Así se burló de los policías que querían extorsionarlo al de irse de Venezuela

Así se burló de los policías que querían extorsionarlo al de irse de Venezuela

El siguiente artículo cuyo título original es: “De cómo trolleé a un polivargas el día que me fui del país” fue publicado en el blog lacantarida.com y a continuación lo reproducimos textualmente: No llevaba, a bordo del taxi que me dirigía hacia el aeropuerto, ni su luz ni su aroma en mi piel. El cuatro, por mí, podía volverse añicos sin cabida alguna en mi corazón. Las torres de Parque Central, a las que tanto contemplé cuando estudié y retocé en Bellas Artes, me parecían sólo dos armatostes zarrapastrosos, siniestros y sucios. Las vallas del oficialismo, distribuidas al estilo del Gran Hermano, bullían mi odio, ése que, suceda lo que suceda, tardará décadas en sanar. Evitaba el contacto visual con los motorizados que, con ese rugir maldito de carburador viejo, pasaban levantando los pies a fin de burlar los charcos.

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Los euros, envueltos en un plástico grueso, comenzaban a molestarme entre la media y el zapato. La huida de la tierra natal, a efectos dramáticos, debía incluir un ingenio (al mejor estilo de Henri Charrière) para esquivar a los trogloditas uniformados que, como vampiros acechantes, tienen como objetivo desangrar (a veces, literalmente) a los incautos, a los descuidados y a los inocentes. El camino parecía inacabable, como si La Guaira también quisiera partir y se alejara sigilosamente. Las nubes se malhumoraban y hacían amagos de ataque acuático. El Boquerón abría sus fauces rotas y nos invitaba a su interior con un gesto burlón y una máxima patriótica.

Alcabala de PoliVargas, ésos que han recibido tantas denuncias por extorsionar a quienes transitan por el camino de Maiquetía. Quedé inmóvil.

“Oríllense a la derecha”. Un suspiro herventado brotó de mi nariz congestionada por la alergia. El funcionario, que exhibía, bordado, el apellido “Mayora”, me exigió salir del vehículo con ese tono autoritario que hace mueca de una amabilidad fingida y de trámite. Un compañero vino a secundarlo. Como buenos animales, éstos sólo saben actuar en manadas.

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Previendo este encuentro, mi madre me advirtió de portar, en la cartera, una serie de billetes árabes de baja denominación que ella conservaba de viajes anteriores. Habíamos practicado, como si de una pieza dramatúrgica se tratase, un diálogo tentativo en caso de que la “ley” desease poner sus ojos sobre mis divisas (ni abundantes ni escasas). Mayora, como era de suponer, encauzó su interés, rápidamente, en el tema de mi dinero. Me espetó, fluctuando entre lo cínico y lo victorioso, que, de resistirme a enseñarle mi efectivo, me llevaría detenido. Tragué en seco, comenzaba el experimento.

-Ese dinero, ¿de donde es?

-De los países árabes.

-¿Y por qué usted tiene ese dinero ahí?

-Voy a viajar a esos países por mi trabajo.

-¿Y en qué trabaja usted?

-Soy periodista.

-¿Me permite ver su pasaje?

-Pero usted no puede…

-Si se me resiste, o se pone cómico, lo llevo detenido.

-Tome.

-Aquí dice que usted viajará a España.

-En España hago la escala.

-De acuerdo, de acuerdo.

-¿Ya me puedo ir?

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-Antes, contésteme algo.

-Dígame.

-¿Qué valor tienen esos billetes?

Si sumamos los billetes que tenía en mi cartera (todos ellos con valores inferiores a la unidad natural), mi adquisición no era de más de cinco dólares. Sin embargo, al decir la verdad, tomaba el riesgo de que se me revisase hasta dar con el tesoro escondido dentro de mi zapato. La mentira debía continuar.

-Cada uno vale como cien dólares.

Los ojos abrillantados de los policías, sumados a la boca humedecida y casi babosa por la excitación, me dijeron que había dado en el clavo.

-Uy, eso es más de lo que está permitido, ciudadano. Usted sabe que, si nosotros queremos, le podríamos decomisar todo.

-No, por favor, no. (Acentuando la cara de drama)

-Danos uno de esos billeticos y te vas a viajar tranquilo.

Manifestando un poco de resistencia que semejaba preocupación genuina, me despedí de uno de mis billetes. Una confirmación al intercomunicador precedió al tan ansiado “pueden continuar”.

Mientras el taxi continuaba su trayecto, volteé y logré ver, durante varios segundos, a los dos policías que, sonriendo, no se despegaban de aquel billete naranja que, en realidad, vale treinta y dos céntimos de dólar. Treinta y dos céntimos de dólar me costó la última broma que he hecho en ese mal chiste llamado Venezuela.

T.M.