"Jugando a huir": el esfuerzo de una familia para evitar el trauma del éxodo de Venezuela | YoEmigro.com

«Jugando a huir»: el esfuerzo de una familia para evitar el trauma del éxodo de Venezuela

A sus siete años, Jan tiene claro que si sus padres no hubieran decidido huir de Venezuela, él jamás habría tenido una vida tan excitante. “He recorrido cuatro países, andado por trochas de la selva, visto paisajes de película e incluso he sentido a la tierra rugir”, asegura el niño.

Todo empezó en 2014, cuando comenzó el desabastecimiento en Venezuela. Su madre, Samanta, sufrió un saqueo en la tienda familiar durante un reparto de harina. Protegió con su cuerpo la entrada al segundo piso, donde dormía el niño. Fue golpeada y asaltada, pero cuando todo el mundo se fue, subió, con los pelos alborotados y la ropa echa girones, los peldaños hasta el cuarto. Jan, que por entonces tenía tres años, le preguntó con los ojos muy abiertos qué había pasado, a lo que ella contestó riendo que se había perdido un juego divertidísimo: el de cacos y ladrones con todos los vecinos del barrio.

Cerraron la tienda, malvendieron sus posesiones y al cabo de un año tenían 1.000 dólares ahorrados para huir del país. “Tuvimos que regalar a mis tres perritos”, cuenta Jan, “porque mi mamá decía que ellos no se podían unir a la aventura que estaba por llegar”. El 26 de septiembre de 2015, Samanta se forró la cintura con los fajos de billetes y los cubrió con sus pantalones de embarazada. Ella, el niño y Marwin, su marido, volaron de Margarita hasta Zulia, al noroeste de Venezuela, por donde consiguieron cruzar a Colombia a través de un camino en la selva. Madre e hijo fueron a pie jugando al escondite para evitar que los paramilitares que bordean la frontera les vieran (“te piden vacuna o muerte”, explica Samanta con la voz en un susurro). Marwin atravesó el río en canoa para transportar las maletas de la forma más discreta posible y así la familia Mata pasó a engrosar el número de venezolanos en el exilio, que según la Agencia de la ONU para los refugiados va por los tres millones.

“Se trata del mayor movimiento migratorio en la historia reciente del continente y también el más rápido de las últimas décadas”, asegura América Arias, directora de la ONG Acción contra el Hambre en Perú. La mayoría migran a causa de la crisis económica y social en Venezuela. La hiperinflación ha diezmado los salarios y más de una década de controles de precios han generado una escasez generalizada de bienes básicos. “Aunque los venezolanos han estado abandonando su país durante varios años, estos movimientos aumentaron en 2017 y se aceleraron aún más en 2018”, explica Arias. Según las estimaciones de la Organización Mundial de las Migraciones, durante 2018 cada día hay un promedio de 5.500 personas que salen del país. Hasta la fecha, la mayor parte cruzan la frontera de la vecina Colombia y mientras que algunos permanecen allí, muchos avanzan, principalmente a Ecuador, Perú y, en menor medida, a Chile y Argentina.

Jan, Samanta y Marwin también continuaron la ruta. Atravesaron Colombia en apenas 50 horas, el tiempo que les llevó llegar hasta Ecuador. Jan se pasó el viaje admirando los paisajes cambiantes desde el furgón. “Para que su ánimo no decayera le decíamos que la fortaleza era vital para ganar la recompensa que le esperaba al final del viaje”, explica Samanta. Su máximo objetivo era que la experiencia migratoria fuera lo menos traumática para el niño. “Por eso transformamos el drama en juego”.

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Se instalaron en Manta, en la costa ecuatoriana, a finales de septiembre. El premio de Jan fue una hermanita: Amelie, que nació en marzo de 2016. Pero la dicha duró poco. Un mes más tarde la tierra tembló. “Íbamos caminando por la calle cuando el mundo se volvió patas arriba: el asfalto se movía como las olas del mar y los edificios se empezaron a caer como en la peli de Transformer”, describe Jan haciendo gestos de destrucción con las manos. El terremoto del 16 abril causó 673 muertos, 6274 heridos y provocó el colapso de miles de infraestructuras civiles. Su casa también sufrió daños y tuvieron que desalojarla. Así, la familia Mata Hernández volvió a quedarse a cero: sin refugio, sin dinero y sin trabajo. Vivieron de la ayuda humanitaria en albergues gestionados por las ONG hasta que no les quedó más remedio que emprender de nuevo el camino.

Migraron a Perú y desde hace un año y medio viven en un cerro de Carabayllo, en el extrarradio de Lima. “He hecho amigos en el barrio, aunque sé que me ven diferente a ellos”, dice Jan sin un ápice de vergüenza. Jan es un chico fuerte, de nariz pequeña y ojos verdes muy vivaces. Tiene la piel blanca y el pelo castaño. Sin embargo, lo que le hace distinto no es el color de su piel ni el de sus ojos, si no la epilepsia que hace poco le han detectado y que le está causando una degeneración muscular. Sin el permiso temporal de permanencia, no tienen acceso al servicio público de salud ni a un trabajo formal que permita a sus padres pagar los medicamentos que necesita. De modo que hasta que logren regularizar su situación, Samanta y Marwin trabajan en la calle por una media de entre 30 y 60 soles diarios (de 7 a 15 euros).

“Mi día preferido de la semana es cuando volamos por encima de los coches”, cuenta Jan ilusionado. Se refiere a los días que Marwin vende caramelos en los semáforos. Su padre le carga sobre sus hombros y extienden las alas de un lado a otro de la acera. El resto de la semana van al mercado, donde venden ropa de segunda mano. Esta vez, Amelie les ha acompañado, pero la anemia le deja sin energía y se ha pasado el día durmiendo. Ella, a cambio de su hermano, es una niña frágil y tímida. Lleva puesto un vestido blanco de vuelos rosados que ciñe su cintura y deja al descubierto sus piernas enclenques. Calza unas zapatillas blancas gastadas en las puntas que, en conjunto con el resto de su atuendo, le confieren el semblante de una Bella Durmiente sin príncipe ni corona.


En la casa, todo a su alrededor testimonia miseria: el suelo de baldosas sucias, las paredes descoloridas, dos camas que dominan la mitad de la sala y en la otra mitad una mesa de madera sobre la que está servida la comida que repiten casi a diario: arroz blanco con piel de patata y sal. Pero lejos de ensombrecerse en este entorno tan calamitoso, la familia Mata Hernández pareciera fulgurar en él, especialmente cuando Marwin toca la guitarra, como ahora. La canción que tararea es la que otra inmigrante venezolana, Reymar Perdomo, compuso para reflejar su batalla y la de tantos otros que salieron de su país para buscar un futuro mejor. Dice así: “No me detengo, sigo en la lucha / Pues yo sigo haciendo música y la gente me escucha / Ser inmigrante no es jodedera / Y el que diga lo contrario, que lo diga desde afuera”.

Actualmente hay 635.000 venezolanos en Perú y según las estimaciones oficiales se espera que en 2019 el número no solo no disminuya, sino que aumente hasta el millón trescientos mil. Existen tantas historias como migrantes, pero lo que está claro es que todos ellos no vieron otra opción que abandonar su país en busca de una nueva oportunidad. La familia Mata Hernández partió hace ya tres años y aunque el camino está plagado de obstáculos, intentan ver el lado bueno de esta aventura en la que se han embarcado. Jan no duda: “Estamos ganando porque no nos rendimos».

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