Las vivencias de Gerardo Boscán como inmigrante en Colombia | YoEmigro.com

Las vivencias de Gerardo Boscán como inmigrante en Colombia

Un intenso frío me despierta desde hace dos meses que llegué a La Ceja del Tambo, en Antioquia, desde Maracaibo, Venezuela. Veo el reloj y me doy cuenta que son las 4:30 de la mañana, una hora antes de la hora programada en la alarma de mi celular. La oscuridad con la que me despierto se asemeja a la de aquella madrugada cuando me despedí desconsolado de mi esposa y dos hijos rumbo a Colombia, en busca de una mejor vida para todos.

Me encuentro en la salita del pequeño apartamento de dos cuartos, dos baños y una modesta cocina que mi hermana y cuñado arrendaron hace 15 meses. Ellos huyeron primero que yo de Venezuela junto con mi sobrina de siete años. Hace seis meses se les unió mi mamá y ahora mi hermana y yo. Duermo en el piso sobre una delgada colchoneta. Todos caminan cuidadosamente cuando van al baño por las madrugadas para evitar tropezarse conmigo. Estoy consciente de la incomodidad que les provoco, pero ellos aguantan conmigo.

Saben que cualquier sacrificio –incluido dejarme dormir en el piso– es para ayudarme mientras consigo empleo y produzco dinero. Saben que cualquier dificultad que yo pueda pasar acá es inferior a la que viven mi esposa e hijos, constantemente, día y noche, en Venezuela.

Me levanto con la necesidad de entrar en calor. Enciendo una hornilla y pongo una olla con agua a hervir para preparar café. Mientras el proceso de ebullición ocurre entro al baño para despabilarme lavando mi cara con el agua helada que sale del lavamanos.

“¡Hey, mijo! No te vayas a tardar mucho en el baño, recuerda que la hornilla está encendida y aquí los servicios sí son caros”, me dice mi hermana a través de la puerta. En Venezuela el agua, la electricidad, el gas y el aseo tenían un valor pírrico, producto de la protección paternalista de los gobiernos que se apoyaron en las riquezas que ofrecía la bonanza petrolera y que despilfarraron sin un ápice de remordimiento. Debe ser por eso que no sirven para nada. El agua es insalubre, la electricidad siempre falla, el gas no llega a las hornillas de las casas y la basura desaparece cuando hacemos fogatas en cada esquina, donde montañas de desperdicios se acumularon durante días. Muy diferente a lo que he percibido desde que llegué a Colombia.

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La realidad de Colombia me impactó de inmediato. El transitar por sus limpias carreteras durante el recorrido –de más de 900 kilómetros y casi 20 horas– desde Maicao hasta Medellín por la troncal del Caribe, pasando por Riohacha, Santa Marta, Bucaramanga, Barrancabermeja, me permitió ver, por ejemplo, la limpieza de sus aceras.

Recuerdo que conduciendo por las calles de Maracaibo evitaba voltear mi mirada para no ver a hombres, mujeres y niños escalar los empinados cerros de bolsas de basura acumuladas por días y tener una pelea de puños y jalones de cabello por un pellejo de pollo podrido. O un cartón de jugo vencido que tuviera un trago de bebida que refrescara sus sedientas gargantas.

Estar en Colombia ha provocado muchos cambios en mis hábitos y costumbres. Ya no escucho el constante voceo de los marabinos con sus altos tonos de voz y manera coloquial de hablar. Aquí todo es más calmado, respetuoso. Casi no se tutea, se habla de usted. No importa si hablas con un contemporáneo como yo de 34 años, si lo hacen dos niños de ocho años o dos abuelos de más de 70.

Me detengo en una esquina imaginando con ver a mis hijos trasladarse a sus colegios en bicicletas como lo hacen aquí. Despedirlos en la puerta de nuestra casa con un beso en la frente. No importa si inicialmente vivimos en una habitación con una cama o un colchón tirado en el suelo. Lo importante es que podamos darnos amoroso calor después de estos meses de triste y frío duelo provocado por la forzosa separación. Sueño con ver al mayor de mis niños, de 12 años, ayudar al pequeño de cinco años montarse en su bicicleta y alejarse juntos por las ciclovías. En Venezuela el período escolar comenzó en septiembre. Mi esposa y yo decidimos que ella invertiría el dinero de estos meses de escuela en comida. Nuestra meta es inscribirlos para el año escolar que inicia este 2019. Estudiar aquí es algo a lo que todos tienen derecho. Tal vez eso ha sido fundamental para para que ellos hayan sobrevivido a tantos años de conflicto.

Migrar es cambiar de oficio

Nunca pensamos en Venezuela que seríamos estorbo y molestia para habitantes de países que, en algún momento, vieron partir a los suyos con destino al mío en busca de paz. Así nos hace sentir el régimen liderado por Nicolás Maduro y la cúpula bolivariana que lideró Hugo Chávez. Fugitivos de nuestras necesidades y decadencias. Horrorizado de nuestra desgracia.

Hace 40 años quienes decidían tomar un avión en Venezuela para ir al exterior lo hacían para buscar una educación especializada, aprender en áreas de trabajo avanzadas, conocer regiones que solo veíamos en revistas.

Españoles, italianos y portugueses fueron “venezolanizados” después de huir de la crisis que dejó la Segunda Guerra Mundial. Argentinos, chilenos y uruguayos escaparon de sus dictaduras hacia nuestro país en busca de paz. Casi millón y medio de colombianos –según la Organización Internacional de Migración– ingresaron a Venezuela en décadas pasadas en busca de un mejor futuro económico, huyendo de tanta violencia provocada por el conflicto interno que ha padecido este país. Hoy todo es al revés.

Soy uno más de los tres millones de venezolanos –reportados por Acnur– que ha salido de Venezuela por no poder trabajar y generar lo suficiente para comprar comida. Soy uno de los que corrió a otro país por miedo a enfermarme y no conseguir medicamentos. Soy uno de los que salió por miedo a morir desnudo sobre una fría camilla de metal en un hospital. Soy uno de los que ha escapado de la inseguridad y falta de justicia, anhelando encontrar un nuevo hogar donde pueda llevar a mi familia.

La paz que vivo en Colombia es transitoria. Trabajo de manera informal vendiendo arepas de chócolo, puerta a puerta, desde las 7:30 de la mañana. Me agoto de caminar muchas veces hasta las 8:00 de la noche con kilos de arepas sobre mi espalda. Hacer esto es totalmente nuevo para mí. En los últimos 11 años trabajé detrás de un cómodo escritorio y frente a una computadora redactando crónicas y entrevistas deportivas. Sin embargo, las ventas de las arepas me generan lo suficiente para comprar comida sin tener que peregrinar de un supermercado a otro. Ya no hiervo el agua, la bebo directamente del grifo. Me traslado a otras regiones gracias a un eficiente transporte urbano. Pero esa paz se desvanece cuando me llevo un pedazo de carne a la boca y recuerdo que mis hijos almorzaron arroz y huevo. Cuando mi esposa me dice que han bebido agua caliente porque la nevera está apagada por no haber electricidad. Que todas se bañaron con dos baldes de agua porque en dos días no les han suministrado el servicio. A mi mamá se le hizo muy difícil convertirse en auxiliar de cocina en un restaurante. Por 25 años se dedicó a educar y formar niños y adolescentes en los colegios donde trabajó.

La mayor de mis hermanas es psicóloga y actualmente prepara y vende postres. Yo colaboro al ofrecerlos mientras vendo las arepas de chócolo. Ella tiene una ventaja con respecto a mí. Pudo obtener su cédula de extranjería luego del nacimiento de su segundo hijo, aquí en Colombia. Espera pronto poder trabajar en su área apenas cumpla con la apostilla de sus documentos. Tarea muy difícil de cumplir. La dictadura te pone trabas con el fin de asfixiarte…

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