Así es Venezuela: “Casi me matan por tener los pantalones apretados”

Así es Venezuela: “Casi me matan por tener los pantalones apretados”

Casi me matan por cargar los pantalones apretados. No es mi culpa. La gente cree que uso ropa XS porque quiero que se me marque la poca masa muscular que he construido a punta de Riko Malt y Latovisoy, pero no. No compro ropa desde que soy pasante, esa es la verdadera razón por la cual, 10 kilos después desde ese entonces, me visto igual.

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Dicen que uno siempre debe andar decente, sin importar la ocasión, para que la muerte no nos agarre mal vestidos y los de la morgue no hablen paja de uno. Ese día yo no cumplí la regla: interiores Ovejita con la liga floja, medias de pares distintos y estaba embutido en un blue jean que heredé luego de que uno de mis mejores amigos se fuera del país.

Ni con esa pinta de extra de comercial de Movilnet logré escapar de la mira de la delincuencia. Me monté en la camioneta para ir al trabajo. La escena era predecible. Tres mal aspecto con bolsos vacíos: uno en la puerta, otro en el medio y uno atrás. Creí que era paranoia mía, pero entre el apuro por llegar temprano y la emoción por encontrar un puesto vacío me fui al fondo de la Encava.

El carro arranca. Se levanta el cara-cortada: “Los celulares, saquen los celulares”, gritó, pistola en mano. Yo de inmediato pensé: “¡Las fotos del güevo!”. Uno carga ese tipo de material para los casting por Whatssapp. Las que yo tenía no estaba actualizadas y me dio la paranoia que eso se fuera a difundir así. Pensé en sacarle el chip al teléfono, pero el aparato no salía del bolsillo y desistí. Fingí demencia y traté de ignorar a los malandros porque siempre había tenido la teoría de que los choros de camionetica no se roban toooodos los celulares, sino que algunos pasajeros se salvan. Pero se enamoraron de mí (y sin haber visto las fotos que quería borrar).

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Yo me pongo ansioso por tonterías: cuando me responden con un “ok”, cuando veo un ombligo salido o cuando le ponen azúcar a las caraotas. Pero cuando van a robar la camionetica en la que estoy montando, a las 8 de la mañana, entro en modo Zen sin necesidad de hacer 10 respiraciones profundas.
Mientras yo me hacía el paisa, la gente se mostraba desconcertada y la camionetica seguía andando. El momento llegó:

–¿Tu celular?– me pregunta el choro de atrás.
–No tengo– le dije.
–¿y qué es esto?– me reclamó mientras forzaba el bolsillo del pantalón. Obviamente que con lo apretado que estaba el blue jean, el celular salió disparado y se resbaló debajo de uno de los asientos. Allí se quedó.
Ante la frustración del choro por no alcanzar el teléfono, llamó al que estaba armado para que se encargara de mí.

Fui un minuto en cámara lenta. Lo vi caminar arrecho por el pasillo, empuñando “la bicha”. El ojo oxidado de la pistola me miró, yo lo miré. Terror a primera vista. “Hasta aquí llegó Iván Jesús de la Santísima Trinidad Zambrano Gil”, pensé. Morir a los 27 años solo tiene sentido si eres un suicida exitoso, no era mi caso. Sabía que si caracortada le daba al gatillo, con suerte, mi muerte iba a terminar reseñada en un recuadrito en la sección de sucesos de Meridiano, y sin foto en blanco y negro.

La boca se me secó. Cerré los ojos por un instante mientras escuchaba los gritos de la gente. No rodó la película de mi vida en ese momento, más bien enumeré el montón de cosas que iba a dejar pendientes en la oficina porque me iba a morir (así de responsable soy). Sentí un golpe seco, sin balazo. No me volaron la tapa de la cabeza. Abrí los párpados y me pareció que seguía vivo. La factura salió barata: cachazo.

Los malandros se bajaron de la unidad. Yo me agaché para recoger el celular y la sangre empezó el escándalo. Corría por la cara, el cuello, los brazos. “Llévalo a un CDI”, “¡Alguien que lo ayude!”, “¿Estás bien?”. Demasiadas voces alrededor. Yo solo vi las manchas en la ropa y dije: “Coñoelamadre, ¡el pantalón!”.

–Eso sale con agua oxigenada, mijo ¡Te iban a matar! ¿Te sientes bien?
No recuerdo si le contesté. Estaba intimidado porque todos los pasajeros me miraban y yo con cara de “bueno, ya pasó ¿no? Voltéense”. Fueron 10 minutos de murmullos, hipótesis y sermones. “Lo material se recupera”, “Te imaginas que juuueran disparao’?”, “Ay chica, yo vi que le iban a disparar y dije: lo mataron”. No había manera de callarlos. Yo solo quería terminar de llegar a mi parada. La señora que estuvo más pendiente de mí se bajó y me echó la bendición: “Que la sangre de Cristo se derrame sobre ti”. ¡Qué metáfora tan apropiada! Igual le agradecí el gesto.

Lo cierto es que la que se derramó sobre el pantalón salió con una lavada, sin mayor esfuerzo de bicarbonato y agua oxigenada. Descubrí que soy sangre liviana, que si te intentan robar en una camionetica igual debes pagar el pasaje, que tus conocidos te van a preguntar 1000 veces por los detalles del robo, que los desconocidos tienden su mano genuinamente ante una emergencia, y que en Venezuela uno no debe celebrar los cumpleaños, sino los días. Cumplir un año es una meta muy ambiciosa en el país que este año pudiera cerrar con más de 30 mil homicidios.

Han pasado 10.225 noches desde que me obligaron a salir al mundo a punta de cesárea. Sin cordón umbilical que me resolviera la existencia, empecé a respirar. Y lucho por poder seguir haciéndolo aquí en donde estoy, porque fue lo que elegí: quedarme. Mi deseo de cumpleaños sigue siendo el mismo desde hace 18 años, cuando era un niño de 9: vivir en un país distinto sin salir de Venezuela.

Ese cachazo no me abrió la cabeza, pero sí la mente. Prometo vivir más, evadir menos y comprarme ropa de mi talla.

Este artículo fue escrito por Iván Zambrano en su cuenta de Facebook.