Cómo despedirse sin decir adiós; por @IvanZambrano

«Cómo despedirse sin decir adiós»; por Iván Zambrano

Así relató el periodista Iván Zambrano el momento en el que despidió a dos de sus mejores amigos en el aeropuerto de Maiquetía, justo antes de su emigración a Argentina. Sus emotivas palabras, con las que seguramente se identificarán miles de venezolanos dentro y fuera del país, fueron reseñadas por El-Nacional.com el pasado mes de julio y, en esta oportunidad, queremos compartirlas con nuestros lectores:

Como despedirse sin decir adiós - Maiquetia - Venezuela

“Bajo al aeropuerto sin avisarles, como en las comedias románticas. Me imagino la escena: Yo saltando torniquetes, tumbando los estantes de galletas María del Duty Free de Maiquetía, esquivando Guardias Nacionales y agentes del Seniat hasta lograr atravesarme en la pista para que no despegue el avión donde están José G. Márquez y Erik Barráez Camero.

Se bajan y nos abrazamos con la canción “Por Amor” de José Luis Perales de fondo, esa que ponían en Sábado Sensacional para los reencuentros. El problema es que esto era una despedida, y ninguna balada dura tanto como ese último abrazo frente a la puerta de salida por la que se van tus mejores amigos.

“Nos vamos a Buenos Aires”, me dijo José cuatro meses antes de montarse en ese avión. Erik me confirmó la noticia más tarde. Dos golpes secos que me cambiaron la cara esa noche en la que íbamos a dar una “puti vuelta” en el Microteatro.

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¿Qué ganas le quedan a uno de chancear después de eso? ¡Ninguna! Ante mi imposibilidad de mantener una relación de pareja por más de una semana, José y Erik han sido, por años, mi matrimonio sin sexo (valga la redundancia).

Los mensajes de buenos días, mis pensamientos sin filtro, los sobrenombres graciosos, las tardes-noches de películas. Compartí todo con ellos, menos la cuenta para comprar caña (porque yo no bebo y soy tacaño).

Originalmente el grupo de amigos era de cinco: Roberto Chinea, el guapo; Ricardo Aldazoro, el cómico; José, el famoso de redes sociales; Yo, la cuota de diversidad racial, y Erik, el punto de equilibro, nuestro “Ponquecito”. Él es de esa gente de la que no se puede hablar mal. Nuestro consejero objetivo y quien nos regañaba, tanto, que se ganó el apodo de Inesita, por la doña de “Betty la fea”. Es uno de esos seres de luz que describe “El Arquitecto de Sueños”, el Malox en medio de toda nuestra acidez, el portador de los secretos clasificados de todos nosotros.

Facebook certifica que van 5 años de amistad con ambos. José y yo competíamos todo el tiempo, no solo profesionalmente, cuando él trabajaba en El Universal y yo en El Nacional, también por quién se quedaba con la cama de arriba de la litera, pues vivimos juntos cuatro meses. La consecuencia de convivir todo ese tiempo fue que terminamos compartiendo el mismo psicoterapeuta: Luis Madrid Peroza, a quien le debemos mucho (creo que incluso plata).

No necesitábamos los antidepresivos cada vez que nos reuníamos después de la oficina. El Mc Donald’s de la Castellana fue uno de los lugares en los que más nos veíamos. En 2011 nos alcanzaba para comprar un combo y un postre para cada uno, (Se fue Roberto). En 2013 Erik pagaba un Big Mac y el resto le quitaba las papitas (Se fue Ricardo). En 2016 nos sentábamos a esperar que el vigilante nos sacara porque no estábamos consumiendo.

Así empezó el desgaste. No nos rendía la plata, el tiempo, los proyectos, luego escaseó la paciencia, y es allí cuando ves cómo tus amigos deben tomar una decisión: vender sus cosas, apostillar, sortear la ansiedad y el insomnio, comprimir los recuerdos, montarse en un avión, resetear su vida.

Los afectos, hasta eso está regulado en Venezuela. Puedo vivir sabiendo que ya no podré comprar más juegos para el Play Station 3, que seguiré sin estrenos para las Navidades y que la Whopper Doble con queso y tocineta es un lujo que me puedo dar con lo que me pagan en vacaciones.

Con lo que no puedo vivir es con esta sensación de que el corazón no me queda del lado izquierdo del cuerpo, sino regado por pedazos en todo el mundo. Ya no puedo cerrar más la toma de las fotografías para que no se note la ausencia de gente querida (dentro de poco todas serán selfies).

Me niego a tener que seguir usando Skype sin que tenga la opción de mandar un abrazo de verdad y a gastar mis megas en largas notas de voz (lo de tacaño es en serio).

Quiero tener amigos de carne y hueso, para amapucharlos, cachetearlos, besarlos. El día que la tecnología colapse y las máquinas se rebelen ¿cómo vamos a hacer para ponerle pañitos de agua caliente a la nostalgia de no tenerlos cerca?

Emigrar es algo natural en el resto del mundo. En Venezuela es como divorciarse estando enamorado. Mientras bajo a Maiquetía hago el ejercicio de pensar que soy yo el que me voy, y que tengo todo listo para despegar. Montado en la camioneta veo los fotogramas de la ciudad a través de la ventana, siento que algo se me va a quedar.

¿El pasaje?¿la chaqueta?¿los Diablitos?, no, es algo más. Siento que me voy a quedar yo, que se va mi cuerpo inerte, pero que mi mente permanecerá sembrada en Caracas, pues, como la obra que dirigió Oswaldo Maccio, “Ni que nos vayamos nos podemos ir”.

Llego al Aeropuerto. Ellos no saben que estoy allí. Los veo de lejos antes de sorprenderlos, no tienen cabeza para nada. Embalan las maletas, hacen el check in y los espero frente al mural de Cruz-Diez. “Vine solo a sacarme la foto cliché para hacer un post cursi, así que vamos”. Los dos me ven con los ojos aún llenos de lágrimas viejas.

“¿No nos vas a pegar la hepatitis, verdad?” es lo primero que me dice José. A Erik no le importa, tiene seguro viajero. Sonreímos, no solo para la cámara. Erik me da todos los abrazos que no me dio en todo este tiempo y luego José me regala una caja de condones Durex (están a la venta, escribir por mensaje privado).

Las carcajadas amortiguaron la tristeza que vino después que me di la vuelta. No quise estar justo cuando atravesaron la puerta de salida, es una escena que he visto con otros protagonistas y el final es el mismo.

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Por eso busqué un cierre alternativo, uno en el que no hay lamentos, uno en el que la incertidumbre por saber cuándo nos reencontraremos no me carcome, porque para reencontrarse primero hay que despedirse, y yo a ellos nunca les diré adiós.

Los amo”.

Iván Zambrano /@IvanZambrano