Desde el NY Times: "Desbancando el mito del inmigrante que roba empleos"

Desde el NY Times: "Desbancando el mito del inmigrante que roba empleos"

Este post, escrito por Adam Davidson, fue publicado en la página web NYTimes.com como parte de «América», un proyecto beta que busca la mejor manera de ofrecer la cobertura global de The New York Times en español:
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“Cuando era chico, allá en los años 80, vi a mi abuelo – el padrastro de mi papá – luchar contra sus propios prejuicios. Era veterano de la Segunda Guerra Mundial, pertenecía a la clase obrera y amaba a su familia por sobre todas las cosas, siempre se preocupó por ella. Cargaba armas y, como muchos hombres de su generación, veía amenazas en la gente que no entendía: afroamericanos, mujeres independientes o gays.
Pero para cuando murió, diez años después, ya se había ablandado. Dejó de lanzar insultos racistas y homofóbicos e incluso llegó a abrazar a mi primo gay. Pero hubo algo que nunca cambió. No era tolerante con los hispanos y, nos decía, que nunca se iba a retractar. Después de todo no era cuestión de intolerancia sino de simple economía: esos inmigrantes venían a robarles el empleo a los “americanos”.
Últimamente he pensado en mi abuelo pues hay indicios de que, en 2015, podría producirse una tregua – o al menos una reconfiguración – en las políticas de inmigración. Varios de los posibles candidatos republicanos a la presidencia, entre ellos Jeb Bush, han expresado opiniones favorables a la inmigración. Incluso los republicanos identificados con el Tea Party responden, tres a dos, en favor de una vía a la ciudadanía para los inmigrantes indocumentados. Casi todos los demás grupos – republicanos en general, independientes y sobre todo demócratas – básicamente están a favor de los inmigrantes.
Según el Centro Pew, en 2010 el 18 por ciento de los estadounidenses pensaba que el Presidente Obama era musulmán, mismo porcentaje que ahora piensa que todos los inmigrantes indocumentados deben ser expulsados de los Estados Unidos. Ese 18 por ciento puede ser muy ruidoso pero, para todos los demás, la inmigración parece seguir el mismo camino que el matrimonio homosexual, la marihuana y el corte punk de mohicano: algo que escandaliza a un puñado de personas pero que los demás aceptaron desde hace tiempo.
Si arañamos la superficie descubrimos rápidamente que muchos estadounidenses están cerca de pensar como mi abuelo; más cerca de lo que quieren admitir. No me estoy refiriendo al ánimo racial sino a la fallida lógica económica. Generalmente apoyamos la inmigración cuando los inmigrantes son diferentes a nosotros. A la clase media y alta no le importa que inmigrantes con un bajo nivel de estudios y poco calificados entren en el país.
Tampoco nos importa que lleguen profesionistas muy capacitados; a menos que estemos en la misma profesión, claro. En términos generales quienes abogan a favor de una reestructuración migratoria, básicamente, están pidiendo el reconocimiento oficial del status quo. Quieren que se les ofrezca una situación legal a algunos de los 11.2 millones de trabajadores indocumentados que no se van a ir. Pocos están pidiendo lo que un análisis económico básico demuestra que nos beneficiaría a todos: abrir radicalmente las fronteras.
Los beneficios económicos de la inmigración quizá sean el hecho mejor establecido en la economía. Un reciente sondeo de la Universidad de Chicago entre economistas destacados no pudo encontrar uno solo que rechazara la propuesta. (Hubo un solo notable economista que no fue entrevistado: George Borjas de Harvard, quien cree que sus colegas economistas subestiman el costo de la inmigración para los nativos no capacitados. Los activistas antiinmigrantes suelen apoyarse en los trabajos de Borjas, tal como se invocan complicados resultados de meteorología como “prueba” de que el calentamiento global es un mito). Hablando con racionalidad, deberíamos admitir muchos más inmigrantes que en la actualidad.
Entonces, ¿por qué no nos abrimos? El principal error lógico que cometemos se llama falacia de la escasez del trabajo: es la noción errónea de que solo hay una cantidad fija de trabajo por hacer y nadie puede obtener un empleo sin quitárselo a alguien más. Es un supuesto comprensible. Después de todo, en otro tipo de transacciones del mercado cuando aumenta la demanda, el precio se reduce. Si de pronto hubiera un montón más de naranjas, esperaríamos que se redujera el precio de esa fruta, o que aumentara el número de naranjas que se quedan sin consumir.
Pero los inmigrantes no son naranjas. Podría parecer lógico que cuando hay un aumento en la oferta de trabajadores, quienes ya tienen empleo ganarían menos o perderían su trabajo. Pero los inmigrantes no solo incrementan la oferta de mano de obra; al mismo tiempo incrementan su demanda, usando los salarios que devengan para rentar departamentos, comprar alimentos, cortarse el pelo o comprar teléfonos celulares, entre muchas otras cosas.
Eso significa que hay más puestos de trabajo para construir departamentos, vender comida, cortar el pelo y despachar los camiones que transportan los celulares. Los inmigrantes aumentan el tamaño de la población general, lo que significa que también incrementan la economía.
Lógicamente, si los inmigrantes estuvieran “robando” empleos, lo mismo haría cualquier estadounidense que sale de la escuela para ingresar en el mercado de trabajo; los países se volverían más pobres conforme creciera su población. Pero, por supuesto, en la realidad sucede todo lo contrario.
La mayoría de los argumentos que escucho contra los inmigrantes son variaciones de la falacia de la escasez de trabajo. Ese inmigrante tiene empleo. Si no tuviera empleo, alguien más, alguien nacido aquí, lo tendría. Este argumento es falso o, al menos, es una enorme simplificación. Pero se siente muy correcto y lógico. Y no solo es gente como mi abuelo la que presenta ese argumento. La política de nuestro gobierno está arraigada en esa creencia.
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La evidencia más grande que refuta la idea de la escasez de trabajo viene de la investigación sobre el éxodo de Mariel, una emigración masiva en los años 80 que trajo a 125.000 cubanos a Estados Unidos. Según David Card, economista de la Universidad de California en Berkeley, más o menos 45.000 de ellos estaban en edad de trabajar y se fueron a Miami. En cuatro meses, la oferta de mano de obra de la ciudad aumentó en 7 por ciento. Card encontró que esta súbita llegada no tuvo ningún efecto mensurable en los salarios o el empleo de quienes ya estaban trabajando en Miami. Su estudio fue el más importante de una serie de estudios revolucionarios que transformaron los conceptos de los economistas sobre la inmigración.
Antes, los modelos económicos estándar sostenían que los inmigrantes causaban beneficios de largo plazo, pero a costa de dificultades de corto plazo como salarios bajos y mayor desempleo para los nativos. Pero ahora la mayoría de los economistas piensan que los hallazgos de Card son correctos: los inmigrantes aportan beneficios a largo plazo sin costos mensurables de corto plazo. (Borjas, la solitaria voz disidente, admite los beneficios de largo plazo pero asegura que sus colegas no ven los dolorosos costos de corto plazo, especialmente para los pobres).
Los economistas se han dedicado a estudiar cómo se ajustan los países a los recién llegados. El académico más destacado en esta materia es Giovanni Peri, de la Universidad de California, que demostró que los inmigrantes tienden a complementar la mano de obra existente, y no llegan a competir con ella. Veamos el caso de una obra en construcción: Peri descubrió que generalmente, inmigrantes con pocos estudios realizan muchas tareas de apoyo (trasladar cosas pesadas, verter cemento, barrer, pintar) mientras que ciudadanos con más capacitación se centran en el trabajo calificado como carpintería, plomería e instalaciones eléctricas, así como las relaciones con los clientes.
El nativo calificado puede dedicarse a las tareas más valiosas, mientras que los inmigrantes le ayudan a reducir el costo de la obra en general (cuesta mucho pagarle a un carpintero, muy calificado, para que barra el suelo). Peri sostiene, con evidencias sólidas, que ahora hay más oficiales nativos calificados trabajando, no menos, gracias a todos esos trabajadores indocumentados. En Wall Street puede observarse una dinámica similar. Muchas tareas de soporte técnico están dominadas por los inmigrantes recientes, mientras que las ventas, la mercadotecnia, asesoría y transacciones, que requieren dominio cultural y lingüístico, generalmente son el ámbito de los nativos. (Decidir si, a fin de cuentas, los magos técnicos de Wall Street han ayudado o dañado a la economía es tema para otro día).
Esta paradoja de la inmigración está asociada con la paradoja del crecimiento económico mismo. En los últimos tiempos el crecimiento ha adquirido mala fama entre ciertos sectores, especialmente de la izquierda, que relacionan el término con la destrucción del ambiente y el aumento de las desigualdades. Pero el crecimiento a través de la inmigración es un crecimiento con desventajas notablemente pequeñas. Cada vez que un inmigrante llega a Estados Unidos, el mundo se vuelve un poco más rico. Pese a todas sus fallas, Estados Unidos sigue siendo mucho más desarrollado económicamente que la mayoría de los países, ciertamente más que las naciones que dejan la mayoría de nuestros inmigrantes.
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Nuestro sistema jurídico junto a la infraestructura financiera y física también son superiores a la mayoría de los países (por sorprendente que esto pueda parecernos). Así pues, cuando alguien deja atrás una economía en desarrollo y pone el pie en suelo estadounidense, generalmente se vuelve más productivo en términos económicos. Gana más dinero, alcanza un nivel de vida superior y genera para el mundo un mayor valor económico que si se hubiera quedado en casa.
Si fuéramos a reemplazar nuestro costoso y restrictivo sistema de lotería de visas por uno de fronteras abiertas, es probable que muchos de esos inmigrantes irían y vendrían de sus países de origen, contrarrestando así la fuga de cerebros al impartir sus conocimientos e invertir su capital. En términos del ambiente, la inmigración tiende a ser menos dañina que otras formas de crecimiento, pues no aumenta el número de personas en la Tierra y solo las redistribuye a jurisdicciones más amables con el ambiente.
Para mí, la inmigración es el mejor ejemplo de nuestro razonamiento fallido, una miopía que daña a otros al mismo tiempo que nos perjudica a nosotros mismos. El Departamento de Estado emite menos de medio millón de visas de inmigrante al año. Basándonos en la cifra de 7 por ciento que se desprende de la investigación del éxodo de Mariel, es posible que pudiéramos absorber hasta 11 millones de inmigrantes al año. Pero si eso es políticamente insostenible, ¿qué tal que se duplicara el número de visas emitidas cada año? Seguirían siendo menos de un millón, es decir, menos del 0.7 por ciento de la fuerza de trabajo. Si eso no resultara mal, podría duplicarse la cifra al año siguiente. Los datos son claros. Estaríamos mejor; de hecho, el mundo estaría mejor.
Siempre que tengo la tentación de pensar que los humanos son seres racionales, que evalúan cuidadosamente al mundo y actúan de maneras que incremente su felicidad, pienso en nuestras mediocres políticas de inmigración. Para mí son casi una prueba de que, colectivamente, seguimos siendo criaturas celosas y nerviosas, acumulando lo que tenemos, temerosas de incurrir en los riesgos más promisorios, manifestando lealtad a nuestra propia tribu mientras miramos con suspicacia a todos los demás. Es bonito creer que soy parte de una generación más madura y racional en las que mentalidades como las de mi abuelo están desapareciendo por muerte natural. Pero no estoy tan seguro. Quizá somos más parecidos a mi abuelo de lo que queremos creer”.
[Fuente: The New York Times]