Restaurantes en Panamá: "Diablicos" en el Casco Antiguo

Restaurantes en Panamá: El día que conocí "Diablicos" en el Casco Antiguo

Desde que tuve uso de razón, hasta el día que emigré, solo estuve residenciada en dos lugares de Venezuela: la zona norte del estado Anzoátegui y la isla de Margarita. Además realicé incontables viajes familiares a Carúpano (en el estado Sucre), por lo que durante muchos años tuve la bendición de disfrutar la belleza de «playas perfectas», siempre cálidas, serenas y azules; las magníficas montañas de la Cordillera de la Costa y unos ocasos exquisitos, de esos que tiñen el cielo de ocres y anaranjados, llevando a quien los admira a un estado de éxtasis contemplativo.
Obviamente, dentro de mi inventario de recuerdos está la gran cantidad de hoteles, posadas, discotecas, restaurantes de todo tipo, kioscos de comida, tarantines, agencias de viajes, servicios de tours, visitas guiadas, transporte en lanchas, peñeros, motos de agua, ventas de trajes de baño, artesanías, clases de velerismo, buceo, snorkel, y una larga lista de etcéteras asociados a los destinos de playa; que formaban parte del entorno en ciudades como Puerto La Cruz, Lechería y las adyacencias de la localidad de Guanta.
Poco a poco, y a medida que la situación del país se iba deteriorando, la calidad de los servicios en algunos de estos lugares fue mermando. Muchos de los que tenían la suerte de estar en lugares geográficamente privilegiados fueron descuidando detalles que podrían haber marcado una diferencia, al dar por sentado que la belleza de la naturaleza era suficiente para justificar los costos y dejar asombrados a los visitantes.
Otros habían alcanzado tal fama y prestigio internacional que siguieron recibiendo durante mucho tiempo a turistas propios y foráneos, que llegaban entusiasmados por la popularidad que en otrora habían cosechado; aunque sus baños ya no se encontraban tan relucientes como antes, los colores de sus manteles habían perdido el brillo después de tantas lavadas o la comida no tenía la misma adictiva sazón de sus primeros años.
Obviamente hay contadas y honrosas excepciones, pero varios de estos lugares (especialmente los más informales) se fueron «ranchificando de a poquito» y, en las fotos que sus clientes subían a las redes sociales, nunca faltaba una tapa de ventilador oxidada al fondo, un paño de cocina sucio sobre una mesa, una escoba mal ubicada o una maceta amarrada con un pedazo de alambre o de bolsa plástica. Amén de los tratos cada vez más inapropiados de los mesoneros y hasta de los «cuida-carros».
Lo más lamentable del escenario que describo es que no estoy hablando de las consecuencias de la terrible escasez o la espeluznante inflación que azota sin piedad a la cuna de Bolívar. No señor. Me estoy refiriendo a las consecuencias de la desidia, del exceso de confianza, de la falta de cuidado con detallitos significativos como una sonrisa de bienvenida; de la mirada vigilante de una gerencia preocupada por la imagen y el servicio, por un tenedor bien lavado, por un toldo sin telarañas.
Ahora bien… Ya deben estar preguntándose (con sobrada razón) qué tiene que ver toda esta larga introducción con mi visita a Diablicos. Ahora les diré por qué comencé por aquí y entenderán por qué me extendí en el cuento que les eché.
Como cualquier turista que se respete, la primera vez que vine a Panamá fui a recorrer el Casco Antiguo. En esa oportunidad pasé frente a Diablicos y, al igual que a cualquiera con sangre en las venas, me llamaron la atención aquellos coloridos y enormes muñecos que me recordaron a los «Diablos de Yare» y me parecían una pincelada creativa súper original. Ciertamente, las figuras cumplen su función de fijarse en la memoria de quien las mira y es casi obligado tomarse una foto junto a ellas, estés comiendo en el restaurante o no.
 
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Se trata, sin duda, de uno de los lugares más famosos de Panamá. Basta hacer una búsqueda en Google para darse cuenta del renombre que tienen y los valiosos aportes que han hecho en la promoción de la comida típica del Istmo; sin contar los animados espectáculos de danzas tradicionales que ofrecen jueves, viernes, sábados y domingos.
La semana pasada fuimos por fin a conocer el lugar. Recién había pasado el mediodía de un domingo particularmente caluroso. Habíamos desayunado tardísimo y no teníamos hambre todavía, pero definitivamente queríamos algo de tomar.
Al llegar decidimos sentarnos en la parte de afuera, justamente frente a la famosa «figura endiablada» que es ícono del restaurant. Al momento de tomar la orden, el mesonero que nos atendió ni siquiera nos saludó. Preferimos suponer que era consecuencia del ardiente clima y decidimos no prestarle atención, además estábamos dispuestos a pasarla bien y no queríamos que nada nos avinagrara la velada.
Mi esposo pidió una soda y yo una cerveza. Después de esperar un rato, el joven que trajo las bebidas tampoco se tomó la molestia de preguntar quién había pedido qué cosa y, en lo que personalmente me pareció una deducción bastante simplista (por no decir «old fashion» o sencillamente machista), le dio la cerveza a mi esposo y el refresco a mí.
Ok. Tampoco es para tanto. No me costaba nada cambiar las cosas de lugar en la mesa y así lo hice; pero entonces tuve que volver a llamar al muchacho para que me trajera un vaso o jarra para la cerveza. Cuando me trajeron la jarrita (de lo más bella, debo decir, de esas que parecen unos frasquitos de mayonesa y son muy chic), simplemente la puso sobre la mesa y ni por un instante se le vieron intenciones de servir la bebida.
 
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Nuevamente… Ok. Yo puedo hacerlo. Años de práctica me han hecho experta en el fino arte de servir espumosas en vasos. ¡Listo! Ahora una foto para el Instagram porque estoy feliz de estar en Diablicos… ¡Oh no! ¡Wait! ¿Qué es ese montón de líquido en la mesa?… ¡Miércoles! La jarrita está rota por debajo y toda la mesa está mojada, goteando hasta el piso… ¡Joven!…. ¡joven!…. Amigo… ¡por favor!… Disculpe, pero este vaso tiene un fisura, se está botando toda la cerveza.
El muchacho secó la mesa con una servilleta de papel y se llevó la jarra… Acto seguido me trajo una jarrita nueva ¡CON LO QUE QUEDABA DE LA MISMA CERVEZA QUE ESTABA EN LA JARRITA ANTERIOR!… y le dijo a uno de sus compañeros: «mira, tuve que cambiarle el vaso a ella porque estaba roto».
Es decir, buena parte de la bebida se desperdició sobre la mesa antes de haberla probado y a nadie se le ocurrió que lo correcto era servir una nueva, así que al final me cobraron una cerveza pero me tomé solo la mitad. Lo realmente desagradable no fue pagar, porque todos sabemos que tampoco es la cosa más costosa del mundo; sino la falta de consideración, de «caballerosidad».
La única razón por la que no me levanté de la silla y me largué, fue porque mi esposo ya se había antojado de probar el sancocho panameño y no quise poner la nota discordante.
Quise pedir algo para picar y opté por una entrada. En esta oportunidad, «almojabanos» con queso blanco (son una especie de «bollitos» de maíz tierno fritos que además, aunque no lo dice en el menú, se sirven con un gustoso tasajo ahumado). Faltó el detalle de traernos más servilletas, pero eso no fue impedimento para devorar aquello. Les aseguro que tanto la sopa como lo que yo pedí estaban súper ricos.
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El menú de Diablicos incluye platos típicos como ceviche de corvina, arañitas de calamar, patacones rellenos de mariscos, carimañolas de chicharrón, sopa de lentejas, raviolis en salsa de plátano, mondongo a la culona, lechona santeña, guacho de mariscos, pescado a la chorrillera y otras opciones más internacionales que incluso pueden gustar a los niños, como ensalada César y hasta hamburguesas.
También tienen espectáculos muy bonitos inspirados en el baile religioso de los Diablos Sucios, Diablos de Espejos, Diablos Colonenses y Diablos Cucúas, que representan hermosas tradiciones panameñas que vale la pena conocer y apreciar.
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Mención aparte merece la decoración interior, hecha con expresivas máscaras de los diablos y elementos inspirados en la cultura panameña. Y de más está decir que el restaurante se encuentra en un lugar privilegiado: en el precioso Casco Antiguo de Panamá, un área en la que convergen la historia y la nostalgia, rodeadas de arquitectura colonial y mucha atmósfera europea.
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No dudo que detrás de todo el concepto de Diablicos haya la mejor de las intenciones, talento, calidad y amor por lo que se hace. Sin embargo mi opinión muy personal es que, para ser un lugar con tanto prestigio y popularidad, los mesoneros deberían tener una mejor actitud.
A los «diablos» que están en la parte de afuera también les hace falta un cariñito. La inclemencia del clima panameño los ha puesto en necesidad de algunos retoques. Que la mesa de servicio de los camareros esté justo al lado de la figura tampoco ayuda mucho, pues es inevitable que en algunas fotos aparezcan potes de salsa, bandejas en uso y hasta una papelera.
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Fue por eso que aquel día no pude evitar recordar algunos «restaurantes turísticos» de mi natal Venezuela. Afortunadamente éste al que me refiero hoy NO ha llegado a ese punto y sigue siendo una referencia importante en el universo de la gastronomía en Panamá, con la posibilidad de corregir estos detalles para seguir mejorando.
Mi reflexión inicial fue más bien una referencia sobre la importancia de cuidar esas pequeñas cosas que de alguna manera afectan a quienes acuden a estos lugares; pues en el negocio de los restaurantes no se vende solo comida, sino una experiencia completa cuyo éxito está determinado por la sensación de bienestar y felicidad que obtiene el cliente durante su visita.
La comida de Diablicos es muy rica. Denles la oportunidad y vayan a conocer el restaurant. Les aseguro que van a comer sabroso. Si, además de eso, los atienden a cuerpo de reyes, ¡cuéntenmelo!… Me haría muy feliz saber que mi caso fue la excepción y no la regla.
 
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María José Flores
03/04/15
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