Venezuela con “v” de violencia, por Andrea Imaginario | YoEmigro.com

Venezuela con “v” de violencia, por Andrea Imaginario

Esta semana asesinaron al hermano de una querida amiga. Lo asesinaron en un lugar público, a plena luz del día y a cien metros de la policía. No lo conocí. A juzgar por ella, que es una mujer honesta y solidaria, no puedo imaginar que él sea distinto. En todo caso, era un hijo de Dios, una vida sagrada como toda vida. Esta misma semana, recibí la noticia de que un colegio fue amenazado de ajusticiar a unos niños como represalia contra un representante. En dos semanas, cinco casas de una urbanización que conozco han sido saqueadas. Hace más de un mes, un matrimonio fue degollado en un asalto en el interior. Y así, crecen cada día las historias del horror. Es como una película de la saga Destino final, una ruleta de la muerte donde todos participamos esperando nuestro turno terrible. Tantos años tratando de importar la fiesta de Halloween, y resulta que nosotros vivimos cada día nuestra propia noche de las brujas, donde cualquiera puede ser incinerado. Ya no nos sentimos ni seguros ni confiados. La violencia se desbordó.
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Las cosas malas pasan en cualquier parte, eso lo sé, pero la diferencia es que estamos viviendo una ola creciente de odio o, quizá peor, de inconsciencia, indiferencia e indolencia ante el valor de la vida, en la indefensión total. La parca tiene un nuevo rostro y una nueva hoz: el hermano y su pistola.
Mi Venezuela rica ahora es pobre. La violencia se está robando la riqueza de mi país: la vida esperanzada y alegre frente a toda circunstancia. Comenzó como una violencia del discurso muy vieja pero creciente: machismo, racismo, clasismo y xenofobia naturalizados y encubiertos, en un escenario de continuos ultrajes históricos contra el bien común. Hoy la violencia ya es frontal y fratricida. Se cometen delitos violentos tan abiertamente que casi nos estamos acostumbrando, y se comenten con absoluta facilidad y por cualquier razón.
La corrupción y la violencia como lenguaje social, cada vez más hegemónicos, son una cultura que, como toda cultura, se alimenta a través de las condiciones que creamos con las prácticas del poder en todos los niveles. La corrupción y la delincuencia no obedecen a las leyes de la genética, como creen los opinadores de bar que siempre dictan sentencias como “el venezolano es corrupto por naturaleza”. No somos corruptos. Han corrompido el sistema, que es distinto. Además, si así fuera no habría nada que hacer y no tendría sentido demandar al Estado mayor justicia.
Venezuela está viviendo en condiciones sociales que persuaden a las personas de corromperse, sean condiciones de explotación, pobreza, injusticia, aislamiento o miedo, y esto lo que algunos llaman situación de pecado, que nada tiene que ver con la idea burguesa de “pecar”. En el medio de una lucha de gigantes (grandes capitales, cúpulas políticas y mafias de todo tipo), el pueblo venezolano se desgasta, se cansa, se empobrece, pero sobre todo, al pueblo venezolano le reaparece esa sensación de “poder fuera de sí”, consecuencia de una cultura política asistencial y clientelista de larga data, y es en este punto donde la tentación hace su parte (afortunadamente la mayor parte de la gente opta libremente por el bien). Pero es cierto que la violencia abierta va mucho más allá, aunque toda corrupción en en sí un acto violento que suma elementos a esta espiral.
Para lo que estamos viviendo existen explicaciones históricas y actores sociales responsables de ayer y de hoy. Algunas opiniones sugieren que el crecimiento de la delincuencia es proporcional al crecimiento de la pobreza. Otras opiniones se inclinan a pensar que tiene que ver con la impunidad, toda vez que existen países más pobres con bajos índices de delincuencia. Si el Estado nacional, como todo Estado, tiene el monopolio de la violencia institucional (Guardia Nacional, ejército y policías), le corresponde a éste tomar medidas en el asunto. ¿Por qué no lo ha hecho? ¿O por qué las medidas que toman no son suficientes? Lo cierto es que el gobierno tiene que dar la cara frente a esta situación desbordada, y evaluar y reconocer la causa del problema de manera que pueda acertar en sus políticas, aun cuando eso implique reconocer también sus errores. Urge que el gobierno nacional deje el discurso autodefensivo a un lado, mire a su pueblo con auténtica cercanía y tome medidas en el asunto. La vida de la gente vale más.
El ser ciudadanos sin rango gubernamental no nos exime de nuestra propia responsabilidad. La gente buena, responsable y honesta, que es la mayoría, tiene que hacerse sentir y abandonar el escondite del silencio cómplice. No sé cómo podemos combatir la violencia y la corrupción desde abajo. No sé ni siquiera si la mejor palabra sea combatir, porque huele mucho a guerra. Pero sí sé una cosa: agrediéndonos verbal o físicamente no nos vamos a salvar. ¿De qué nos salva un linchamiento, por ejemplo? ¡Qué lamentable ocurrencia!
Me parece terrorífico el escenario de una Venezuela sin misericordia y, en consecuencia, sin esperanza. No podemos dejarnos vencer por la indignación, la frustración o la rabia, porque de allí nace la falta de misericordia, es decir, la incapacidad de sentir con el corazón del otro y de hacernos un pueblo hermano y feliz. La falta de misericordia se ve cada día en la manera en que hace política esta generación. Se ve también en la manera en que mueren las personas en manos del hampa y en los linchamientos. Se ve en las agresiones callejeras en las colas. Se ve en el modo como la gente se insulta en las redes sociales cuando no se comparte una opinión. Se ve en el lenguaje, cada vez más soez. Ya poco se discute para reflexionar, sino para dominar, herir o castigar.
Sin empatía no habrá la simpatía venezolana de la que tanto nos enorgullecemos. Debemos velar por el bien común. Urge que nos pongamos en los zapatos del otro, aunque sea difícil comprenderlo. Sólo las relaciones personales humanizadoras salvan. El verdadero poder es dar vida, no dar muerte. Dar muerte lo hace cualquiera. Sólo la misericordia trae vida. Sin misericordia, no hay reconciliación posible y, evidentemente, sin reconciliación no hay acuerdo ni proyecto común. ¡Qué diferente sería el país si dijéramos “Venezuela, pan y vida”! Autora: Andrea Imaginario.