Esperanza melancólica, el rostro de los venezolanos que migran a Colombia | YoEmigro.com

Esperanza melancólica, el rostro de los venezolanos que migran a Colombia

Entre alientos y desalientos la vida de muchos migrantes venezolanos en Colombia sigue transcurriendo. Para algunos, el consuelo de ganarse unos pesos no resulta suficiente cuando recuerdan a los parientes que dejaron lejos. El desasosiego no exonera género ni raza, tampoco sabe de añoranzas.

Desde tempranas horas, el sol comienza a dar sus primeros destellos en Riohacha. Se trata de la capital de La Guajira, el tercer departamento colombiano con más venezolanos radicados. Cifras de Migración Colombia especifican que allí han arribado 123.756 personas hasta el 30 de septiembre de 2018.

Alexa Henríquez, alcaldesa encargada de Riohacha, dijo a El Nacional Web que, de acuerdo con los últimos censos que han realizado en la ciudad, hay 21.203 venezolanos y que, además, tienen conocimiento de 192 rutas ilegales donde siguen entrando personas.

Luis Tovar no figura en estas cifras. Tan solo cuenta con unos pocos días de haber llegado y en su rostro no se oculta el cansancio. Sobre sus hombros carga un bolso pequeño, en una mano lleva un termo de agua y con su otro brazo sostiene una colchoneta doblada. Su acento revela que no es de esas tierras, sino de la ciudad de Maracaibo ubicada al noroeste de Venezuela.

Tiene 32 años de edad. Trabajaba de obrero, pero como la mayoría de sus compatriotas afirma que tuvo que irse “por la situación del país”. No se fue solo, lo hizo con su esposa y con el mayor de sus dos hijos, que tiene 9 años y padece de hipoxia cerebral, una afección que, asegura, no pudieron tratarle en Venezuela.  

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“Allá no hay ni siquiera guantes para que te puedan atender. El niño tenía tres consultas al año y cada vez que nosotros íbamos el doctor no iba”, dice con resignación sobre los centros de salud públicos.

Asimismo, sostiene que “lo que ganaba en un mes lo podía gastar en un solo día para comprar comida”, así que la migración se convirtió en su salida. Sin embargo, el remedio también les ha sido amargo porque tuvieron que dejar al mayor de sus hijos.

“Mi esposa llora todos los días, pero si Dios lo permite pronto lo vamos a buscar”, dice entre pausas.

En esa ciudad no tienen un techo estable, tampoco familiares, pero reconoce que han recibido el apoyo de los colombianos y que “siempre hay alguien que tiende la mano”.

Desde hace cuatro meses, Rubilet Parra también transita por las calles de Riohacha. Es venezolana, tiene 24 años de edad y una hija de un año y medio que tenía un pilomatricoma en el parpado superior derecho. En su país no contaba con los recursos para tratar el problema de visión de su hija, pero esta pudo ser operada en la misión estadounidense del buque Comfort USNS, que brindó atención médica en la entidad por cuatro días.

Con un gesto apacible, Parra sonreía mientras veía a su hija dormir luego de la operación. No dejó que expresar que se sentía agradecida por aquella oportunidad y tampoco dejó de mencionar la falta que le hacen sus familiares.

“Me encantaría que todo fuese como antes”, dijo mientras arropaba a la menor.

Los lugareños no son indiferentes al tema migratorio, porque la llegada de los venezolanos ha sido más que notable, y en las afueras de los puestos de comida, en las plazas o en el malecón se observa alguna camisa de la Vinotinto o un desgastado bolso tricolor.

Zuleima Molina es colombiana y tiene un hijo que vive en Venezuela. Después de hablar por unos minutos su voz se quiebra y entre sus palabras se cuela la tristeza, pues asegura que lo que más le duele es ver cómo “muchos colombianos tratan mal a los venezolanos”.

“A mi casa todos los días va gente y a cualquiera le doy un plato de comida. Siempre hago un poquito de más y mi familia a veces me regaña. Me da mucha rabia con algunos vecinos que tratan mal a los venezolanos. Por mi casa han ido muchachos profesionales de Venezuela con sus esposas vendiendo bolsas de basura, me han dicho: ‘Señora, nosotros somos Ingenieros en Sistemas’, y se ve que no son malas personas, pero aquí algunos los tratan mal”, relata.

Silvana López es otra colombiana y habitante de la zona que al escuchar las palabras de Molina agregó que “muchas mujeres de acá le pudieron pagar la universidad a sus hijos por trabajar en casas de familias en Venezuela”.

En ese sentido, López también contó que tiene amistades en ese país y que lamenta la condición en la que ha visto llegar a venezolanos en Maicao. Sin embargo, rechaza el incremento de la inseguridad, influenciado por algunos migrantes de esa nacionalidad.

“Hay unos que han abusado de la confianza porque se han metido en las casas y cuando los dueños van a ver no hay nada. Entonces, por eso es que algunos no quieren nada con los venezolanos y pagan justos por pecadores, como dice la Biblia”, concluye.

En Riohacha, la brisa del mar Caribe continúa arropando a locales y extranjeros y, entre sueños y necesidades, miles de venezolanos siguen convirtiéndose en inmigrantes. La adaptación se conjuga con nuevas dificultades, porque cruzar la frontera no era la única meta.

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